Cap.01: De como conocí al muy sabio profesor Sabor Lindsakar.
Cap 1: De cómo
conocí al muy sabio profesor Sabor Lindsakar.
Todo la movida
empezó un día en el mesón de las Cuevas del Murciélago de
Chinchón. Había ido allí a comer con un coleguilla de la mili al
que me había encontrado por la mañana en la calle Bravo Murillo. El
tío, al que en el campo de concentración de Cerro Muriano se le
conocía por “el Orejas”, fue el que me puso el mote de Járrison
al verme un día haciendo con el cetme las posturitas de los hombres
de Harrelson delante del espejo del baño. Enseguida nos pusimos a
rajar recordando las típicas viejas historias de cenutrios sargentos
chusqueros y pobres reclutas pringaos víctimas de novatadas y esas
cosas, mientras su buga entorpecía el tráfico como está mandao,
parado en doble fila delante de saneamientos Cervera.
Yo tenía que ir a
intentar cobrar una factura a un ferretero moroso de Ciempozuelos.
Trabajillos extra que de cuando en cuando me pasaba un amiguete que
curraba para los del Cobrador del Frac y con los que me sacaba
algunas perrillas. Así que el Orejas se ofreció a llevarme en su
flamante Renault 5 Copa Turbo que tronaba que te cagas, ya que él
tenía que acercarse a la prisión de Aranjuez a no sé que leches y
le pillaba de paso. Era de ese tipo de gente que habla sin parar de
sus cosas y no te deja meter baza. Salimos de allí haciendo ruedas y
todo el puto camino se lo pasó dándome la vara con lo bien que le
iban los negocios, todos sucios por supuesto, en los que andaba
metido. Entre acelerones y frenazos llegamos a la susodicha
ferretería de Ciempozuelos. Aquello tenía el aspecto de un cerrado
por defunción como la copa de un pino. No había rastro del
ferretero ni de la madre que lo parió, así que mi colega decidió
que lo mejor que podíamos hacer era meternos entre pecho y espalda
un revoltijo de matanza en Chinchón. Yo andaba escaso de monetario,
motivo por el cual inicié una maniobra de evasión buscando excusas
que llevarme a la boca, pero no hizo falta, ya que generosamente
añadió que me invitaba él para celebrar nuestro encuentro, y no
soy yo de los que desdeñan una invitación, sobre todo si es a
comer.
Llegamos a
Chinchón porque Dios lo quiso o porque no fue capaz de evitarlo, a
pesar de los esfuerzos del orejas porque nos matáramos, pues
aseguraba que la mejor manera de entrar en una curva es acelerando a
tope, y curvas tiene esa jodía carretera lo que no está en los
escritos.
Fuimos a la Cuevas
del Murciélago que casualmente estaba lleno de viejos científicos
medio locos porque había un congreso de inventores o algo así. El
Orejas pidió todo lo que le vino en gana y le pareció bien. Yo me
relamía ante la perspectiva de ponerme hasta las trancas y de balde.
Durante la
comida, por decir algo interesante de mi vida que compensara sus
historias de exitoso negociante, le dije que era detective y que
estaba metido en investigaciones, espionajes y esas cosas. Este tipo
de mentiras son muy socorridas para conversaciones con gente a la que
no esperas volver a ver en la puta vida, e incluso, si tu
contrincante es del sexo deseado en función de tu orientación
sexual, pueden ayudarte a pillar cacho a poco que le aprietes la
dosis de alcohol o de algún otro producto similar que merme sus
defensas.
Cuando nos
hubimos comido y bebido todo lo que fuimos capaces, y he de reconocer
que no era poco, el pibe dijo que se había dejado la cartera en el
buga y se fue a por ella para pagar con la American Express. Mientras
yo, como un gilipollas, tranquilamente me trepanaba los dientes y las
caries de las muelas con los palillos de rigor en toda buena
sobremesa y pedía los cafeses. Como es natural del Orejas nunca más
se supo. Se abrió de allí como alma que lleva el diablo, dejándome
con cara de pardillo.
Al percatarme de
la situación en la que me encontraba, siendo el responsable civil
subsidiario de lo que suponía iba a ser una más que abultada cuenta
a la que no tenía la más mínima posibilidad de hacer frente, y
tras tomarme los dos cafés, que tampoco era cosa de echarlos a
perder, intenté abrirme yo también haciendo como que iba al
servicio, pero el camarero, que era conocedor de esas artes me placó
hábilmente y me montó un pollo de mucho cuidado. Ya estaban
vapuleándome convenientemente entre varios fornidos empleados del
local, de variopintas nacionalidades, cuando uno de los viejos
sabios, que salía de mear, intervino en mi defensa y dijo que yo
estaba con ellos y que mi cuenta la pagaba la asociación que había
organizado esa especie de congreso. Se lo agradecí sobremanera y me
invitó a sentarme a su mesa. En realidad su invitación no era del
todo desinteresada. El hombre me había oído alardear de ser
detective, espía y esas cosas, y quería hacerme un encargo, y mira,
si el tipo que te paga las deudas quiere que seas detective o espía
del kagebé pues eres un puto espía del kagebé, y no hay más que
hablar, así que yo, mientras me encendía un puro del siete largo,
que no sé como llegó a mis manos, le dije que sí a todo.
Era un tipo
peculiar. Se llamaba Sabor Lindsakar. Era un profesor húngaro y
hablaba español con el culo a pesar de llevar viviendo en Madrid un
orrón de años, concretamente desde la invasión de su país por los
tanques del Pacto de Varsovia. Tenía un extraño aspecto mitad sabio
loco y mitad borracho de taberna inmunda, calzaba unos horrorosos
pantalones a cuadros y lucía con orgullo una chaqueta que parecía
de presentador de circo, con bordados plateados en las mangas a modo
de las puñetas de los magistrados. Luego descubrí que no eran hilos
de plata sino los rastros secos del moquillo que dejaba al limpiarse
mecánicamente en ellas su horrible bigote siempre húmedo por el
goteo de su enorme nariz amoratada y llena de venillas, naríz y
bigote que dicho sea de paso, parecían talmente una berenjena de
Almagro con anchoa.
Me encantan las
berenjenas con anchoa que venden en los puestos callejeros de las
ferias. Las sacan de esos enormes recipientes de barro donde nadan en
un líquido rojizo y te las dan en un cacho de papel de estraza
chorreando por los cuatro costados. Tengo comidas millares de ellas y
creo ostentar el record Guiness de deglución de berenjena con anchoa
de una sentá. Fue una aciaga tarde de fútbol junto al estadio del
Atleti. Me trajiné no menos de treinta de ellas con una docenita de
botellines de Mahou. Luego, en el último minuto de un soporífero
partido nos metieron un gol en clamoroso fuera de juego que nos
mandaba a segunda sin remisión. Del disgusto se me revinieron las
jodías berenjenas y no quieras saber como las pasé. Ni salir podía
del tigre. No sé si serían de Almagro, pero para mí que estaban
algo pasadillas las muy cabronas.
Bueno, a lo que
iba: El menda me contó una historia alucinante. Llevaba años
investigando en el tema de la telepatía con la intención de
fabricar una máquina orgánica para transmitir el pensamiento, pero
no cosechaba sino fracaso tras fracaso. Entonces, casi por casualidad
descubrió una forma de extraer y descodificar las imágenes
almacenadas en los cerebros conservados en formol que tienen en los
institutos anatómico forenses, facultades de medicina y sitios
tenebrosos varios. Los loncheaba con una cortadora de fiambres y
extraía con su técnica los recuerdos visuales de los difuntos que
iba descargando en su ordenador.
El caso es que en
uno de los cerebros, perteneciente a un vagabundo asesinado en Madrid
en a finales del siglo diecinueve, había encontrado imágenes de
naves espaciales, aviones, ordenadores y cosas del futuro, lo cual no
tenía explicación científica posible. Así que quería que yo
investigara en archivos policiales o judiciales quién era ese
vagabundo para ver si podía aclararse el por qué de esas imágenes
en su memoria.
Me dio su
tarjeta, una preciosidad en la que había hecho imprimir una
escandalosa lista de cargos y honores científicos a cual más
grandilocuente, y seguramente falso, y me pidió la mía para
mandarme una fotocopia del dossier, pero como yo la única tarjeta
que tengo es la del club Dia Autoservicio Descuento, le apunté mi
teléfono y mi dirección en un cacho de servilleta que se guardó
arrugada en el bolsillo de la chaqueta.
Intenté hablar
con él de mis honorarios como había visto hacer a los detectives de
las pelis. No sé, decirle que me adelantara una cantidad para mis
gastos y esas cosas y apalabrar el coste diario de mis servicios,
pero en el momento en que saqué el tema el tío se hizo el longuis y
se unió al coro de sabios borrachos que vaso de vino en alto
cantaban una incomprensible canción que al parecer era el himno
oficial de la Sociedad Internacional de la Ciencia Libre, que era la
que había organizado aquella especie de congreso científico que iba
adquiriendo por momentos tintes de orgía, ya que estaban casi todos
borrachos como cubas, hablando por los codos e intercambiándose sin
pudor revistas cochinas en todos los idiomas.
Finalmente el
profesor Lindsakar hubo de unirse de forma inapelable a la conga que
sus compañeros de congreso habían organizado. Decliné
elegantemente la amable invitación de unirme yo también a la misma
y me abrí de allí. No es que no me gusten las congas, que me
encantan, pero solamente si puedo apalancarme detrás de alguna moza
de buen ver a la que agarrarme, por supuesto con la honesta intención
de iniciar una relación duradera aprovechando la cercanía que los
vaivenes que los frenazos y arrancadas puedan proporcionarme, y
aquella reunión adolecía de mozas de dichas hechuras, al menos en
aquel momento, porque después terminaron contratando a todo el staff
del club de carretera "El Desmoñe" sito en el punto
kilométrico 37,500 de la general que va de Morata de Tajuña a
Aranjuez, hasta donde llegaron tras atravesar todo el noble pueblo de
Chinchón sin dejar de bailar la conga, con el consiguiente escándalo
entre los aborígenes del lugar. Y hay que hacer constar que dicho
centro de esparcimiento dista no menos de una legua, al cambio más
de tres kilómetros de reloj, de las Cuevas del Murciélago, motivo
por el cual más de un vejete hubo de ser asistido por el servicio de
urgencias, que a la sazón fue llamado por algún alma caritativa,
debido a la lógica insuficiencia cardio-respiratoria aguda inducida
por tales excesos, pasando incluso uno de ellos a mejor vida por la
vía rápida, pero no por la mencionada insuficiencia, sino por una
accidental contusión craneo-encefálica que, sin ánimo de lesionar
en demasía, le propinaron los fornidos camilleros contra el dintel
de su vehículo sanitario en el forcejeo por introducirle en él, ya
que el buen hombre se negaba a abandonar el lugar aduciendo que ya
tenía pedida la vez con Susi la "percherona", mujerona de
gran tamaño y muy bien ganada fama en la comarca, por el mimo con
que trabaja en su rama el tema de los miembros, con perdón de la
expresión, del colectivo de la tercera edad. Y en honor a la dureza
del cráneo del infortunado sabio hay que decir que el golpe no debió
de ser de escasa monta ya que produjo, según las fotos que publicó
la prensa, una abolladura de muy respetable tamaño en la chapa de la
ambulancia.
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