Cap.03: De cómo conseguí el sumario y la historia del Chepas


Capítulo 3: De cómo conseguí el sumario
 y la historia del Chepas




El Chepas

      Al llegar a casa me planté delante de la tele dispuesto a darme un chapuzón de lo que fuera que me echaran a la cara. A mi ver la tele me ayuda a pensar, ya ves, al contrario de lo que suele decirse, que embrutece y tal, a mi me pone en marcha las neuronas adormecidas. Será cosa de los rayos gammas, digo yo. Pusieron un peli de investigaciones criminales y esas cosas y me dio un subidón. Me sentí más detective que nunca. ¡Que coño! ¡Si me habían contratado para investigar un hecho altamente misterioso y todo! Claro que pagarme no me habían pagado, porque treinta y cinco euros no puede decirse que sea un pago adecuado a un detective de mi categoría. Pero dada mi proverbial inclinación al optimismo abrigaba la esperanza de cobrar más adelante una minuta en condiciones.
Aquella noche tampoco dormí apenas. Metido en el sobre dábale vueltas al asunto de ser detective americano e investigar cosas misteriosas. Me veía a mí mismo descubriendo tramas internacionales y conspiraciones ocultas. Rescatando mujeres de bandera de las garras de fríos capos mafiosos, huyendo en cochazos de chirriantes ruedas bajo rociadas de balas disparadas por matones con gafas de sol y dientes de oro. Una gozada. Estaba tan acelerado que terminé como suelo terminar en estos casos de insomnio palpitante, haciéndome el amor a mi mismo con mi mecanismo, mientras imaginaba que una de aquellas mujeres de bandera me bailaba en pelota picá y a cámara lenta la danza de la presentación de las películas de James Bond. Es lo que se llama amor carnal autoinducido a quemarropa.

A la mañana siguiente, tras llamar al curro de mierda que tenía por entonces y decir que estaba enfermo, me planté en los Juzgados de la Plaza de Castilla dispuesto a buscar en los archivos el sumario en cuestión.
A mí, como a casi todo el mundo, me dan yuyu los juzgados. Imagínate un sitio lleno de funcionarios que te pueden enchironar si se les cruzan los cables. ¡Que peligro! No obstante puse cara de saber lo que me traía entre manos y me dirigí al primer tipo con aspecto de responsable de aquello con el que me topé, que no era otro que el segurata de la puerta.
No quieras saber la de vueltas que me hicieron dar de aquí para allá, al decanato, a la secretaría de no sé que pollas, al juzgado número tal, al número cual. Bueno, enterarse de algo allí es mucho más complicado de lo que cualquiera pudiera sospechar. Es cosa sabida que los funcionarios montan enrevesadísimas marañas burocráticas inútiles por completo, para justificar la necesidad de su presencia allí y que les permitan controlar el asunto para que nada funcione, no vaya a ser que se descubra que no sirven para nada y que todo iría mejor sin ellos.
Una cosa saqué en claro, bueno, dos. Primero que los archivos del año 1898 no estaban allí sino, en todo caso, en las Salesas, y segundo que poniendo cara y voz de persona que pisa fuerte por la vida, como los pibes que salen en los anuncios de colonias para hombres maduros, la gente te hace más caso.
Así pues, ni corto ni perezoso, virtudes ambas que normalmente adornan mi personalidad, me cojo el metro camino de Colón. Por cierto, en la salida de esa estación hay un tipo, ya mayor él, que toca la flauta que es para echarse a llorar. Se pone el tío de pié en mitad del pasillo y con una de esas flautas de plástico blanco que venden en las tiendas de los chinos se pone dale que te pego a emitir sonidos disonantes y estridentes. Al principio pensaba que era música atonal, contracultural o algo así. Ruidos sin sentido, improvisados, en fin, algo experimental, ya sabes, como lo de las exposiciones de cuadros, pero cuando descubres en esos chirridos algo parecido a alguna canción conocida te descojonas vivo. No es aposta, sino que no tiene ni puta idea de tocar la flauta, ni de música, pero el tío tiene valor, se planta allí en medio del pasillo, pone un periódico en el suelo con unas monedillas para que críen y todo serio se lía a darle al resoplido. Y hay que reconocer que con el retumbar de los pasillos algunas de las notas no suenan del todo mal, pero otras parecen el pito de un metro que se hubiera salido de la vía y viniera arrollando a todos los que pilla a su paso. ¿Te imaginas tío que acojone? Tu tranquilamente andando por los pasillos y de pronto se te aparece un metro bufando como un toro enbravecido y te persigue implacable. ¿Y a ver donde te metes? Porque las cabinitas de las taquilleras están cerradas y seguro que por más que golpees te contestan por señas que no te pueden abrir, que va contra el reglamento.

Perdona que me vaya por los cerros de Úbeda, pero es que hoy tengo la olla un poco bullosa.
Pues resulta que las Salesas es una iglesia. Me metí en ella a preguntar a algún cura u otro especimen de similar calaña. En este tipo de sitios suele haber alguno, pero solamente pillé a un individuo bajito y medio cheposo con una gafas vidriosas culo vaso que le hacían los ojos como de coña, enormes y mirando cada uno para su lado, y que estaba dando con el algodón mágico a las bolas doradas de las rejas de una capillita. Era un tipo muy peculiar. Casi no se le entendía, en parte porque hablaba como gangoso y con palabras recortadas y en parte porque estaba devorando un mendrugo de pan con aspecto de haberlo reciclado de alguna basura.
-Contri más duro más roncha, ¿quiere usted, señor caballero?. Me dijo ofreciéndome un cacho.
Creo que era la primera vez en mi vida que me llamaban caballero.
-No, gracias, buen hombre, mis empastes no me lo permiten
-¡Que coño! ¡Roer curruscos es lo mejor pa los dientes! ¡Mire, mire!- decía mientras me enseñaba una dentadura que era todo un poema, llena de ausencias y penas negras. Daba asquito verla.
-¡Ah sí, ya veo, tiene usted unos dientes muy sanos!- le dije por no discutir, ya se sabe que a estos tipos raros es mejor llevarles la corriente. Pero eso sí, sin pasarse, que luego se te suben a la chepa y no hay dios que te los quite de encima. Suelen ser pesaditos, a ver, como nadie les hace caso, cuando pillan a uno que les escucha pues lo crujen.
-Perdone usted, yo venía buscando los archivos judiciales antiguos y me han dicho que están aquí.
-¿Aquí? Está usted confundido caballero. ¿Que le parece? ¿A que me está quedando de vicio?
-Si, si, está cojonudísimo todo doradito.
-Mire usted, por aquí se puede llegar hasta a los infiernos!- dijo poniendo cara de misterioso- Pero mejor entra usted a la vuelta, por la puerta que pone Palacio de Justicia, es lo suyo, ¿no?
Me despedí de aquel raro especimen de ser humano no sin antes aceptarle un mendrugo para que no penara. Lo rebuscó de una bolsa del Spar que tenía colgada de un gancho de la verja que estaba abrillantando.
-¡Llevese éste que está de vicio, mire, mire que cara tiene, si habría que ponerlo en una vitrina, mire que hermosura.
Ciertamente los profanos en cualquier género del conocimiento humano no captamos la belleza que encierran sus obras de arte, pero para mí que aquéllo no era más que un vulgar trozo de pan duro como una piedra. Para ser exactos media pistola, que es como en los madriles se denomina a las barras de pan de cuarto kilo.
-A las malas personas que tiran el pan habría que degollarlas. ¡Con la de hambre que hay en el mundo...! Además el pan es de Dios y es pecao tirarlo. Pero pecao de los gordos, ¿verdad usted?
-Si, si, claro- Cogí el mendrugo y me abrí de allí con cierta urgencia. Ya me imaginaba a aquel tío abriendo una navaja albaceteña renegría y oxidá y degollando niños en la placita colindante por echarles migas de pan a las palomas. Luego supe que no, que echárselo a los pajarillos y a los peces no es pecado porque son animalillos de dios. Además el tipo, que vivía en un albergue para indigentes, se alimentaba de palomas que cazaba con ballestas de las de pillar ratones y por lo tanto agradecía que alguien las engordara, aunque, según él, no fueran dichas aves precisamente animalillos de dios sino ratas voladoras. Bueno, la historia de ese hombre era de las que hacen historia, valga la reververancia, pero no adelantemos acontecimientos, cuando tenga que ser contada la contaré pero no antes que si no se me va la olla y se me pierde el hilo.

El Palacio de Justicia es un lugar que hace honor a su magno nombre. Enormes escalinatas de mármol pulido, gigantescas lámparas de cuentas de cristal, mastodónticos cuadros de escenas antiguas. En fin, de justicia no sé, pero palacio ya lo creo que era. Durante interminables horas paseé por sus pasillos, escaleras y dependencias intentando localizar el sumario en cuestión, el 34/98, no se me olvidará el número, del Juzgado de Instrucción número 3 de la muy noble Villa de Madrid. En cada sitio que preguntaba lo primero era remitirme a los archivos del año 1998, cuando ya les explicaba que buscaba los del 1898 ponían cara rara y me fletaban a otro departamento, no porque pensaran que allí me podrían ayudar a encontrarlo, sino por quitarme de en medio con la esperanza de que desistiera en el empeño. Pero yo, tras el patinazo del talón del Banco Zaragozano, tenía ganas de hacer algo bien de una puta vez para lavar mi imagen ante mi cliente. Aquello de "¿Sinceramente señor Jarrison, cree que se encuentra usted capacitado para llevar a cabo este encargo?" me había llegado al alma. Así que armado de paciencia iba y venía allí donde me mandaran sin rechistar. Por cierto, hablando de patinazos, me metí una costalada de tal calibre por las enormes escaleras marmóreas de tan magno lugar que fue para haberlo grabado. Resbalé, cosa normal con aquellos pulidos y encerados peldaños y en el manoteo frenético mientras intentaba agarrarme a algo lancé sin querer hacia el lejano techo decorado con maravillosos frescos de mujeres desnudas, las cuales precisamente estaba mirando cuando pegué el traspiés, el maletín que portaba, más por aparentar que por otra cosa, el cual voló hasta caer en mitad del enorme salón central con puertas que dan a las salas de vistas, donde un nutrido grupo de expectantes personas vestidas con togas negras, abogados y demás gente de mal vivir, disfrutaron de la escena de ver desparramarse el triste contenido del mencionado maletín al abrirse éste en canal tras espanzurrarse contra el suelo, deslizándose cada cosa por un lado en una diástole interminable. ¡Cuanto hubiera deseado que aquel maletín hubiera estado lleno de documentos importantes! Así en lugar de las risas con las que la concurrencia premió mi hazaña quizá me hubieran consolado en mi dolor, pero las cosas son como son, y mientras ellos disfrutaban de la visión de mis pertenencias revoloteando ante sus ojos, mi pobre cuerpo serrano seguía rebotando de escalón en escalón hasta aterrizar de espaldas en el marmóreo suelo del señorial salón, donde, fingiendo que no me dolía nada, para quitarle importancia a la cosa, recogí la manzana, el mendrugo que me había dado el pulidor de verjas eclesiásticas, el transistor y sus pilas, las monedas que no terminaban de rodar, las llaves, el cuaderno de crucigramas, la revista guarra que me había encontrado en una papelera que además tuvo a bien quedarse abierta por donde menos debía, el jaboncito de La Toja negro que acababa de mangar en los servicios y el bocadillo de mortadela a medio comer que huyó de su envoltorio de papel de periódico, dejando la mortadela desparramando las lonchas que dejaron sobre el mármol una preciosa e irisada mancha redonda de grasa comestible animal o vegetal.

Pero a pesar de la costalada no abandoné mi empeño, y tras buscar un rinconcito donde lamerme las heridas, las del alma incluidas, reanudé mi gincana judicial. Finalmente, alguien que parecía entender de lo que hablaba, lo cual ya es mucho tratándose de órganos judiciales, me informó que los sumarios de la Audiencia correspondientes a ese año estaban en los archivos históricos del sótano, y que éstos no podían ser consultados sin un permiso especial del Ministerio de Justicia., lo cual me complicaba las cosas en demasía.

Salí de allí cabreado, sintiéndome como una mosca que choca contra un cristal, pero recordando las misteriosas palabras que había dicho el hombre que sacaba brillo a las bolas, con perdón, referentes a que a través de la iglesia se llegaba hasta el infierno, decidí ir a verle por si dicha frase no era solamente una metáfora sobre el papel de la iglesia católica en el intrincado laberinto de la mitología occidental.
Allí estaba el tío con su algodón mágico dando esplendor a los dorados.
-A la paz de dios-Dije a modo de saludo como por ganármelo y tal.
-Salud, camarada- me contestó alzando el puño- que aquí no hay más dios que la Justicia ni más doctrina que la Libertad.
-Bueno, hombre, no se me ponga así, yo solo lo decía por ser amable, como usted trabaja en un centro de culto a lo místico y esas cosas pensé que le gustarían estos arcaicismos confesionales.
-Mire caballero, yo soy ateo convicto y confeso desde antes de venir a este jodío mundo. Como tal he vivido y como tal espero morir si el camarada Dios me da fuerzas para ello, y si limpio, fijo y doy esplendor a estas balaustradas rococó de espantoso gusto es por las perrillas que me da por ello el señor cura párroco. Todo el mundo sabe que quien tiene la pasta te tiene agarrado por las pelotas, que si por ello no fuera no vería vuesa merced mis pies hollar en sagrado, tal es el repelús que me producen estos lugares.
Así que resultaba que el tío era pelín bipolar.
-Pues no sé lo que le pagará el cura pero tiene usted los dorados como los chorros del oro.
-¡Ya le digo! Cuando un proletario como dios manda hace algo o lo hace bien o no lo hace. Por cierto, su cara me suena, ¿No es usted uno de esos que salen por la tele?
-Pues no, quizá me recuerde de que estuve esta mañana hablando con usted.
-Pues no, no me acuerdo. Es que ésta-dijo señalándose la cabeza-no funciona ya como debiera, ¿sabe?
-Sí, hombre, que le pregunté por los archivos judiciales y usted me dijo que por aquí se podía llegar incluso hasta el infierno si fuera menester.
-¡Que gran verdad! ¡Hasta los mismísimos infiernos se llega por la iglesia! ¡No hay camino más derecho! Y si no que se lo pregunten al Papa de Roma que sé de buena tinta que es conocedor de ello.
- ¡Ah! Yo creía que lo decía en serio, no en sentido figurado
-En serio se lo digo caballero. ¿Es que acaso quiere vuesa merced bajar a las calderas de Pepe Botero?
-Bueno, no exactamente, quiero ir a los archivos que hay en el sótano del Tribunal Supremo.
-Pues nada más fácil, esto está más minado de pasadizos que un queso de gruyere, solo hace falta saber por cual se llega a donde uno quiere llegar.
-¿Y usted podría guiarme?
-¡Hombre! Si paga usted convenientemente el servicio, por mi parte no veo inconveniente. Pero a lo mejor a usted le resulta perturbador ver todo lo que hay por ahí abajo
-¿A qué se refiere?- pregunté intrigado.
-Pues ya sabe, enterramientos, emparedamientos, instrumentos de tortura y cosas desagradables por el estilo.-Dijo bajando la voz y mirando vigilante de reojo a ambos lados.

Le dije que no había problema, que en mi larga carrera detectivesca había visto de todo y tras negociar una cantidad para sus honorarios, tan escasa que incluso a mí me pareció vergonzosa, quedamos a última hora de la tarde provistos de linternas.
Al despedirme le pregunté su nombre.
-Me dicen el Chepas -me contestó- mi nombre de pila me lo reservo. ¿Y usted? ¿Cual es su gracia?
No entendí muy bien aquéllo. ¿Que cual era mi gracia? ¿Es que las personas tienen una gracia y la van diciendo por ahí? ¿Era aquéllo como preguntar de qué equipo eres? La gracia de mi tío Leónidas era quitarle la silla a la gente cuando se iban a sentar. Cuando te caías se descojonaba vivo y se ponía rojo como un tomate, los ojos guiñados y la boca en una mueca estática mientras de ella salían ruidos parecidos a graznidos de grajo. Hasta que un día se partió la espalda una prima de su mujer. Se quedó cheposa perdida y mi tío Leónidas se dio a la bebida hasta que le reventó el hígado. La gracia de Alexander Brot, un vecino de veraneo de mis abuelos era morderte el culo y llamarte culete, también hacer la morsa con su enorme bigote dejando asomar dos colmillones huérfanos de dientes mientras hacía ruidos extraños. Pero la verdad yo nunca he tenido una gracia de ese tipo, así que me puse a pensar en elegir una para que fuera la mía y soltarla en estos casos.
-No sé, de momento no se me ocurre ninguna. –le contesté, y el Chepas se adentró en la sacristía meneando la cabeza y mascullando frases ininteligibles.

Desde una cabina llamé al profesor Lindsacar para pedirle perras con que pagar al guía que había contratado, pero no estaba, así que le dejé un mensaje del tipo:
-Oiga profesor, soy Járrison, el detective, que necesito fondos para pagar a mis colaboradores y confidentes, llámeme a la mayor brevedad, gracias.
¡Joder como molaba lo de tener colaboradores y confidentes!
En vista de que no podía sacarle pasta a mi cliente rebusqué por todos los bolsillos y rincones de mi casa y logré reunir una tres o cuatro eurillos en calderilla. Todo investigador que se precie tiene colaboradores que por unos cuartos le ayudan en sus pesquisas. Yo no iba a ser menos. Me empezaba a creer un detective de verdad y me estaba poniendo como una moto.
En el contestador tenía un recado del jefe amenazándome con despidos fulminantes si no iba a currar. ¡Joder con los jefes, tú! De nada sirve que les digas que estás enfermo. Había también otro mensaje cuando menos incomprensible. Un tipejo con voz cazallosa decía que quería hablar conmigo y que me volvería a llamar. No dejaba dicho su nombre ni ninguna otra seña de identidad. Pensé que sería una equivocación. Anda que no habré dejado yo mensajes en número equivocados. Y algunos incluso subidos de tono en demasía. Son cosas del directo como diría el otro. A ver, le ponen la misma voz a todos los contestadores y no te das cuenta de que te has equivocado al marcar. Y lo malo es si dejas dicho en el mensaje tu número, porque luego contraatacan con amenazas e improperios diversos.

Pasé por un chino a pillar una linterna. Había una preciosa que echaba luces de colores intermitentes por los cuatro costados y hacía musiquillas como los christmas esos que suenan al abrirse, pero debido a la escasez de mi monetario tuve que conformarme con la más cutre de la tienda. Armado con ella me planté en la puerta de la iglesia a esperar a mi guía, era invierno y el sol ya había huido de Madrid como alma que lleva el diablo. Oí que me chistaban desde dentro, era el Chepas. Tenía escondido en un confesionario un montón de achiperres de lo más variopinto, como cordeles, sogas, un cubo de hojalata, algunas herramientas oxidadas, unos anteojos putrefactos, un walki-talki sin pilas, una botella de Dyc,...
Parecía un explorador de alcantarillas muy profesional. Me dio confianza. Parecía saber muy bien lo que hacía.
-Vamos, el cura está sopa perdido, le he echado ginebra de barril en el moscatel y ni se ha enterado, se ha quedado moña total.
Abrió la puerta de una sacristía abandonada de la mano de Dios que olía a meaos de gato nefrítico y linterna en mano bajamos por una escalera de caracol medio oculta tras un retablo abandonado. Dimos un cerro de vueltas bajando por la susodicha escalera hasta llegar a un pasadizo estilo catacumba adornado a ambos lados por lápidas de enterramientos en las que en lugar de nombres había iniciales y fechas.
-Aquí hay enterrados muchos crímenes por descubrir.-me dijo.
Aquéllo era verdaderamente siniestro. Encima el Chepas me iba contando en voz susurrante historias de aparecidos, demonios y otras lindezas.
-Mire, ahí asoma la mano de un emparedado.- Efectivamente, por una grieta entre dos piedras se veían los huesillos de los dedos de alguien que debió morir intentando abrirse camino hacia la libertad. ¡Cuanto hijo de puta ha habido siempre en este jodío mundo! Yo estaba que me cagaba por la pata abajo pero seguí detrás de él que andaba con paso decidido escogiendo bifurcaciones una tras otra, subiendo y bajando escaleras, vadeando ríacuelos subterráneos inmundos de aguas reiduales, abriendo y cerrando puertecitas mohosas, hasta que En un momento dado se para y saca un mapa hecho por él mismo que era una auténtica boñiga de trazos tachados y retachados, totalmente incomprensible.
-Creo que nos hemos perdido- Sentenció con total tranquilidad
-¡No me joda!
-Pues me temo que sí, jefe.
-Traiga pacá- Le quité el mapa de las manos- Esto es un puta mierda de mapa
-Oiga, sin faltar.
-¡Pero que faltar ni que hostias- le dije- esto ni es un mapa ni la madre que lo parió! ¡Pero como se me ocurriría fiarme de usted! -Efectivamente aquello no podía ni con calzador entrar en la definición reglamentaria de mapa. Más bien era como los garabatos de los niños que no saben todavía dibujar.
-Pues sí que estamos jodíos.- dijo el hombre.
-Pues usted es el guía, así que ya puede buscar una salida.
-Si es que me he hecho un lío. He debido equivocarme en alguna bifurcación, no sé.
-Bueno, pero alguna salida habrá, digo yo.
-No sé, quizá si seguimos por este pasadizo termine en algún sitio.
Y eso hicimos, seguir y seguir andando, pero aquello no tenía visos de solucionarse. Todas las puertas que abríamos daban a estancias sin salida o nuevos pasadizos y en el peor de los casos a siniestros osarios donde se amontonaban reliquias de santos envueltas en papeles acartonados con los nombres en latín de sus supuestos orígenes. Mi acompañante rebuscaba reliquias entre los huesos y se las guardaba en la mochila estilo mili años cuarenta que llevaba adosada a su espalda.
-Mire, mire, éste es de San Cucufato de Sigüenza, y esta tibia de San Leónidas de Almendralejo.
- ¡Pero deje usted eso y vamos a buscar una salida, alma de dios!
-¡Andá la hostia! Si se me ha olvidao lo del cordel.
-¿Que cordel?
-Pues el que traía para ir dejándolo por el camino y poder volver- dijo sacando una enorme bola de bramante de la mochila.
-¡Pues sí que estamos bien de la perola! Así que se trae usted toneladas de cordel en la mochila para eso y luego se le olvida.
-Es que con las prisas...
Después de horas de absurdo deambular y de pasar por los mismos sitios una y otra vez nos sentamos en unos bancos de madera con olor a incienso que había amontonados en un rincón.
-Si quiere descansamos un rato y luego seguimos, que estoy molido.
Y allí sentados, a mitad de camino entre los infiernos y la nada, aquel individuo decidió llegado el momento de zamparse las provisiones.
-Bueno- dijo- las penas con pan son menos, y si hemos de palmar que la Parca nos pille con el estómago caliente al menos, ¿no?- Dijo sacando de la mochila una lata de fabada Hacendado y un hornillo de alcohol.
¡Que maravilloso es el olor de las fabadas de lata! Compartimos cuchara por turnos. A mí me daba repelús pero no me iba a quedar sin catarla por un escrúpulo así. Acompañamos la fabada con un cartoncillo de tinto marca Don Simón. ¡No hay nada como las cosas de marca! Y no sé si fue el vino o la fabada pero el caso es que se nos levantaron los ánimos y el Chepas, el individuo peculiar que hacía de guía en aquella loca expedición hacia ninguna parte, me contó de pe a pa la extraña historia de su vida.

Al parecer durante muchos años vivió en una buhardilla cuya puerta había sido tapiada por orden judicial tras desahuciarle por falta de pago, quedándose él dentro. Salía por los tejados de noche a buscarse el sustento diario. Cazaba palomas y las ahumaba dejándolas, previo desplume, colgando de una cuerda dentro de las humeantes chimeneas. Pescaba desde los tejados las bolsas de basura de los contenedores de la calle, con anzuelos que se fabricaba con alambres y largos cordeles de bramante, de las que obtenía todo lo que necesitaba, entre otras cosas pan duro, al que se hizo gran aficionado. Le habían desahuciado por no pagar la miserable renta mensual de 124 pesetas y el dueño, para evitar que se metieran otra vez los inquilinos desahuciados iba tapiando las puertas de las casas que conseguía desalojar a la espera de que fueran muriendo los pocos vecinos que quedaban y poder derruir el edificio y forrarse construyendo oficinas. Era una zona muy céntrica cercana a la calle del Pez. Pero él, no se había ido, se había quedado escondido dentro en un hueco que en tiempos sirviera de carbonera. Ninguno de los miembros, con perdón por la expresión, de la comisión judicial que acudió a efectuar el lanzamiento por desahucio reparó en ello. Y no se escondió para quedarse en la casa, no. Lo que pasó es que cuando recibió el papel en el que ponía que el día tal iría la comisión judicial acompañada de la fuerza pública para efectuar el lanzamiento de don fulano de tal, o sea, de él, se acojonó pensando que le iban a lanzar por la ventana como castigo a su morosidad, y cuando llamaron se escondió en la carbonera para que no le cogieran.
Todos creyeron que había abandonado la casa el día anterior para evitar la vergüenza de ser expulsado por la fuerza pública. Y allí se quedó el tío. Al principio fue sobreviviendo de las reservas alimenticias que le quedaban, pero cuando se le fueron gastando empezó a poner en el tejado las ballestas que normalmente usaba para cazar ratones, con miguitas de pan como cebo, y de vez en cuando pillaba una paloma. Para beber punzaba con un clavo las tuberías de plomo que subían por las fachadas y de lavarse decidió prescindir por considerarlo algo superfluo y burgués. Tantos años de soledad le dejaron un pelín trastornado. Hablaba sólo y esas cosas. Llegó un momento que no recordaba donde estaba, porqué estaba allí, quién era o como era el mundo allá abajo. Escribía un diario que aún conserva y que si salíamos de ésa prometió dejarme leer. Un día, después de veinte años viviendo como un gato por los tejados, cuando estaba pescando bolsas de basura de un callejón con su cordel y su anzuelo, se resbaló y cayó a la calle desde el tejado. Afortunadamente lo hizo dentro de un contenedor de escombros que los vecinos habían rellenado, porque así es Madrid, de bolsas de basura orgánica. Dichas bolsas suelen ser concienzudamente anudadas con fuerza para evitar que el tufo escandalice al vecindario mientras bajas con ellas por la escalera o produzcan la muerte de la familia por inhalación de gases tóxicos mientras permanecen en la cocina a la espera de ser bajadas a la calle. Debido al calor del verano y al avanzado estado de descomposición de su contenido las bolsas de basura se habían hinchado hasta convertirse en tensos globos de gases mórbidos que, cual burbujitas de los plásticos de envolver cosas frágiles, amortiguaron el golpe, gracias a lo cual salvó la vida, pero el nauseabundo hedor que inundó el contenedor y por añadidura todo el callejón, al reventar las bolsas aplastadas, a punto estuvo de enviarle al otro barrio, porque del golpe quedó inconsciente dentro del contenedor respirando metano por un tubo.
Al olor de la putrefacción orgánica algunos vecinos, los de los bajos principalmente, salieron a montar bulla que es lo que suelen hacer los vecinos en cuanto hay alguna cosa que se sale de lo normal, y vieron asomar entre las inmundicias una inmunda pierna, y en creyendo que la cosa de los olores iba de cadáveres en descomposición arrojados a los contenedores por desaprensivos mafiosos, en lugar de llamar al Samur llamaron a los servidores del orden y de las buenas costumbres, los cuales, tras dar varias vueltas a la manzana ululando sirenas de un precioso azul eléctrico acordonaron el lugar con un triste cintajo de plástico amarillo atado de farol a farol, se pusieron los guantes de goma blanca de tirar al suelo cuando acaba la movida, seguramente para que los de las televisiones tengan algo que sacar en los telediarios como imagen del lugar del delito, y mascarilla en ristre se acercaron a inspeccionar el cuerpo de mi amigo, más cual no sería su sorpresa, desagradable en este caso, al ver que al intentar manipular el cadáver en descomposición, éste se levantaba cual Lázaro y balbuceaba en alguna incomprensible y arcaica lengua pidiendo agua por compasión. Ya puedes imaginar que el pobre Chepas, tras tantos años sin conocer el significado de la palabra aseo, con el atontamiento producido por la caída, la suciedad adquirida en el revoltijo de cáscaras de sandía y plátano, restos de pollo, raspas de sardina y otros muchos y variados despojos orgánicos en avanzado estado de putrefacción y el principio de intoxicación letal por inhalación de metano que padecía, no tendría precisamente el aspecto de un dandy, pero tampoco era como para que se produjera lo que se produjo, una estampida de vecinos aterrorizados que huyó aullando en todas direcciones creyéndole muerto viviente de película americana chupador de tuétanos por lo menos, y los dos servidores de la Ley y el orden institucional legalmente constituído hicieron también lo propio, si bien, en su atolondrada huída, y por cosa de la costumbre adquirida a base de ver películas de Mel Gibson para pasar las largas noches de tediosas guardias encerrados en la comisaría a salvo de los delincuentes que campan a sus anchas por la ciudad, sacaron sus armas reglamentarias con ánimo de utilizarlas para perjudicar seriamente, si a tiro se ponía, al muerto viviente que, al parecer, amenazaba con sorberles el cerebro por vía nasal. Por fortuna para el pobre Chepas no eran muy duchos en atinar sobre blancos en movimiento, por escaso que éste fuera, otra cosa sería que hubiesen querido hacer algún tiro al aire, pues en ese caso sí que, siguiendo su sana costumbre, habrían acertado a alguien, y como quiera que por más que pegaban tiros el Chepas seguía avanzando con las manos extendidas hacia el frente balbuceando guturales sonidos agónicos, arrojaron sus armas y emprendieron loca huída abriéndose paso a codazos entre los vecinos más lentos que corrían Corredera Baja arriba. Según cuenta el Chepas llegó finalmente a la fuente que hay en una esquina de la Corredera Alta y allí bebió, se lavó y sentado en un banco decidió seguir vivo en este mundo de locos. Nunca volvió a la buhardilla, se quedó a vivir en el albergue de San juan de Dios, a comer la sopa boba y curruscos de pan duro y de cuando en cuando alguna paloma que caía entre sus garras que se guisaba en el hornillo de alcohol abollado y mugriento que siempre llevaba en la mochila.

Su voz contándome su vida retumbaba malamente en la oquedades de aquel siniestro sótano, la linterna hacía rato que flaqueaba, aquello pintaba malamente. Mi guía saco un cirio y lo encendió, con ello conseguimos más luz, pero una luz temblorosa que hacía bailar nuestras sombras por las paredes.

Entonces le dio por hacer sombras chinescas, pero no el típico patito o el perro y esas cosas, no, el tipo sabía hacer auténticas virguerías. Al parecer tantos años de soledad le habían hecho desarrollar esa habilidad para entretenerse o sentirse acompañado.
-Mire, un cura dando la extremaunción- Y, ¡Coño! ¿Era talmente la sombra de un cura dando la extremaunción.
-Mire, ésta, la silueta de una viejita muerta- Y allí salía, clavadita, la silueta con su féretro y los cirios y todo. Se ayudaba, eso sí, aparte de con las manos con los pies. Por cierto, le apestaban a queso rancio que era una desgracia. Encima aquel lugar distaba mucho de tener ventilación. Al final nos entró un sueño que te cagas, no sé si del vinillo, la fabada o porque nos estábamos asfixiando con el efluvio de sus podridos pinreles, el caso es que nos quedamos sopas perdidos. Me desperté en la más completa oscuridad. Dicen que los ciegos oyen mejor y debe ser verdad. Al principio de estar así sin ver nada de nada te da como una claustrofobia horrorosa, pero luego empiezas a oir ruidillos y oye, se hace uno con el tema y parece que te ubicas.
Se oía al Chepas roncar, pero también otros ruidos más lejanos, rasgueos y carreritas. Deduje al poco que eran ratas. ¡Dios! nos debían estar rodeando para esperar a que palmáramos y devorarnos sin compasión. La escena no me resultó del todo gratificante, así que desperté al Chepas para que él solucionara el problema.
-Oiga, señor Chepas, despierte.
-¿Eh?, ¿Que pasa?
-No, nada, que hay ratas.
-¡Nos ha jodío! ¿Y que quiere que haya? ¿Jilgueros?
De pronto se oyeron otros ruidos, eran voces, venían del otro lado de la pared en la que estábamos apoyados.
-¿Oye eso?
-Si, ahí detrás hay personal
Nos liamos a golpes y gritos pidiendo ayuda.
-¡Eh! ¡Sáquennos de aquí! - Pero sea porque no nos oyeron, o porque huyeron creyéndonos espíritus de los emparedados, los propietarios de esas voces se fueron y dejamos de oirles.
Visto lo cual, mi aguerrido guía tomó cartas en el asunto de nuestra salvación.
-Pues si queremos salir habrá que hacer un bujero y sanseacabó.- Frase tan rotunda que me convenció al instante, y con un machete de matar osos que llevaba nos pusimos a picar la pared, y como estaba blanduja que te cagas de la humedad y la podredumbre no nos costó mucho trabajo. En una par de horillas alcanzamos el otro lado. Tampoco había luz, pasamos por el boquete. Sólo nos quedaba una cerilla, y al encenderla vimos que estábamos, casualidades de la vida, precisamente en los archivos del Palacio de Justicia. ¿Que como sabíamos que eso eran los archivos? Pues porque tenían un aspecto de archivos que no podían con él. Como sólo nos quedaba una cerilla pillamos unos rollos de papel amarillento y carcomido, ataditos con cintas rojas, que por allí andaban y los prendimos a modo de antorcha. Ardían cojonudamente y daban una luz muy buena. Rebuscamos entre enormes estanterías clasificadas por años, juzgados, y números de asunto, pero aquello no era tarea fácil. Muchos rollos de papel de aquéllos tuvimos que prender para localizar el año 1.898, y dentro de él el Juzgado 3 de Instrucción y el asunto que buscábamos, pero al final dimos con él, y menos mal, porque el humo de tanta antorcha de papel rancio se había ido acumulando y allí no había dios que respirara. De pronto sonaron alarmas extrañas y se encendieron luces anaranjadas, y unos grifitos que había en el techo empezaron a lanzar chorros de espuma de afeitar. Se puso aquello que daba pena verlo. Al Chepas le dio como un subidón, como una borrachera, y se puso a revolcarse entre la espuma aullando y riendo al compás de las alarmas. Me recordaba a una visión que tengo de una noche en una pensión cutre del centro de Sevilla que me levanté a mear y en el pasillo las cucarachas se revolcaban como bañándose en el matacucarachas Cucal que les echaba la patrona para fulminarlas por hijas de puta y malas personas, o al menos eso decía. Cuando todo estuvo cubierto de espuma se oyeron ruidos de puertas gruñendo y entraron los bomberos, vestidos de soldados imperiales de los de la guerra de las galaxias, corriendo hacha en mano que era un acojone el verlos, parecían camareros desfilando en una boda de postín en el momento de sacar el cordero al son de una marcha militar con los trinchadores en ristre.
-¡Escóndase Chepas, por su madre, que éstos nos desguazan sin piedad como a pollos!
Pero el Chepas, ebrio de diversión, había perdido el oremus y seguía revolcándose en la espuma como un crío, corriendo por los pasillos y aullando, haciendo caso omiso al peligro que se cernía sobre su persona. Finalmente fue placado por aquellos mocetones, pero, en contra de lo que pudiera parecer, y de lo que hubiera hecho cualquier persona sensata, no le descuartizaron a hachazos, se limitaron a inmovilizarle y sacarle de allí. Yo permanecía escondido con mi sumario agarrado. Luego empezaron a entrar funcionarios y, como hormiguitas poniendo a salvo sus huevos, con perdón, se liaron a correr de aquí para allá llevándose fajos de papeles. Al parecer a los que más aprecio tenían era a los rollos esos que habíamos usado como antorchas. Aprovechando la confusión y mi camuflaje de espuma, y con mi sumario debajo del brazo, me abrí camino entre la turbamulta hacia los pasillos exteriores donde una hormiga jefe les iba diciendo.
-¡Ir dejándolos por donde podáis y volver a por más!-¡Nos ha jodío como les gusta mandar a los jefes!, pero, eso sí, sin dar ni clavo el muy cabrón.
Me escabullí de aquel maremagnum y me perdí escaleras arriba. Todo el mundo corría despavorido así que nadie reparaba en mí. Me metí en unos servicios a quitarme la espuma un poco y luego, antes de que las aguas volvieran a su cauce me abrí por la puerta principal aprovechando que los guardias de seguridad estaban entretenidos haciéndose con el pobre Chepas que a esas alturas era presa de un extraño ataque de ira y maldecía en arameo contra todo lo que se movía y se negaba por todos los medios a su alcance, que no eran pocos, a ser conducido a la comisaría en calidad de detenido bajo la acusación de ser el presunto autor de aquel acto de piromanía sacrílega de reliquias históricas.
No veas lo feliz que me sentí al verme en la calle y con el sumario que buscaba bajo el brazo. Si es que a veces las cosas salen bien, ¿no te parece?. No todo van a ser desastres. A mis espaldas más y más coches de bomberos llegaban ululando sus cánticos de sirena. ¡Si es que son como críos, en cuanto hay movida allí que van todos a montarla !

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